martes, 19 de abril de 2011

El ejemplo de William R. Hearst

"Usted ponga las fotos, que yo pondré la guerra", le dijo William R. Hearst al corresponsal de su periódico en Cuba cuando no llegaban noticias en la antesala de la guerra contra España en 1898.
William R. Hearst (1863-1951) fue una persona ejemplar: demostró al mundo cómo ser un gran empresario, y, al mismo tiempo, un pésimo periodista. En consecuencia, fue un rico multimillonario, compró objetos de arte en todos los lugares del mundo, hizo amistades con los personajes más deseados de su época y se construyó un castillo en una finca inmensa en la costa de California. Su vida fue reflejada en la famosa película Ciudadano Kane, de Orson Wells.

Después de una cuidada formación académica, Hearst comenzó su carrera periodística en San Francisco, en el diario "The Daily Examiner". La dirección del periódico fue un regalo de su padre. En él aprendió su fórmula mágica para captar lectores: inventaba noticias, publicaba rumores y distorsionaba hechos. El objetivo era alarmar y atraer los sentimientos más profundos del ser humano: el miedo y la curiosidad. Después de enriquecerse en la costa Oeste, Hearst decidió mudarse a la ciudad de Nueva York en 1895. Allí, en un solo año, elevó la tirada del diario "New York Morning Journal" de 77.000 ejemplares a 1 millón. Sus páginas estaban cubiertas con historias de deportes, escándalos, crímenes, sexo y sucesos. Había perfeccionado el estilo comenzado por su máximo competidor, Joseph Pulitzer, con el diario World: el sensacionalismo o amarillismo.

Uno de sus redactores, Arthur James Pegler, lo resumió en una frase: "Un periódico de Hearst es como una mujer gritando corriendo por la calle con su garganta cortada".

Entre sus métodos novedosos, estaban los grandes titulares, las imágenes espectaculares y la tira cómica satírica. En 1898, decidió ir más allá y provocó una guerra entre Estados Unidos y España por la isla colonial de Cuba. El gobierno de Estados Unidos no aguantó más: los españoles estaban maltratando sin piedad a los cubanos. La situación era delicada, pero todos aquellos últimos sucesos no eran sino ingeniosas mentiras vertidas por el periódico de Hearst. Él estaba encantado: todo el mundo sabe que las guerras venden periódicos.

Cuando heredó el patrimonio de sus padres, decidió volver a vivir en California. Allí construyó un gran castillo en un rancho 68.000 hectáreas en la localidad de San Simeon. Esta construcción se encuentra en lo alto de unas montañas deshabitadas, en frente del océano Pacífico, a medio camino entre Los Ángeles y San Francisco. Ahora es propiedad del estado de California y es visitada diariamente por miles de turistas, como mi amigo Pablo y yo, que alucinamos entre sus salones, piscinas y habitaciones. La arquitectura del castillo es una mosaico de estilos europeos mal combinados, sin orden ni coherencia. Tiene habitaciones de invitados con baños particulares, pistas de tenis, salones comedor, una habitación con billares. En todas ellas, hay objetos de arte colocados al azar, desentonando con las paredes, con los suelos o fachadas. También hay un edificio que imita a una capilla, y dos piscinas espectaculares, una cubierta, la otra con adornos romanos. En el bosque que se extiende en las laderas de la finca, hay ciervos y cebras, donde en su día se ubicó el mayor zoo privado que jamás ha existido.

William Hearst fue un ejemplo de buen empresario y de mal periodista. Su castillo, donde gastó parte de su fortuna, también se puede considerar un ejemplo, un ejemplo de mal gusto.

martes, 12 de abril de 2011

Los estereotipos del fútbol

Puedo afirmar bien alto, sin miedo a contradecir mis principios tolerantes, que he visto prejuicios. Siento decirselo así, a través de una pantalla fría e impersonal, pero puedo prometer que existen: los estereotipos son verdades.

Ustedes coincidirían conmigo si tuvieran la oportunidad de bajar al estadio de deportes de UCLA todos los viernes por la tarde, cuando el reloj pasa ligeramente de las tres. Todas las semanas a la misma hora nos acumulamos en el césped estudiantes llegados desde todos los rincones del mundo.

La dinámica es la del juego auténtico: seguimos las normas aprendidas en el patio del colegio. No hay fueras por las bandas, las porterías se marcan con mochilas y el final del partido llega con el cansancio generalizado. Los equipos se hacen según el color de las camisetas, y se admite a todo aquel que pregunta con timidez si puede meterse al partido.

Durante el desarrollo del juego, uno puede casi adivinar la nacionalidad del jugador que lleva el balón atendiendo a sus movimientos, su actitud, su trato del balón. Y es que la gente deja ver el estilo nacional en su carácter deportivo.

Recuerdo uno de los casos más llamativo. A mitad de partido, entró un nuevo jugador en el equipo rival. El tipo pidió la pelota, la controló y se la quedó con él. La pisaba y volvía a pisar, cubriéndola con el cuerpo, manoseándola. Lo hacía en cualquier lugar del campo, y no se la pasaba a nadie. Era como bailar un tango, despacio, con ritmo, pero sin prisa. Como era de esperar, en su tercer intento, un americano descontrolado le entró con todas sus fuerzas, haciéndole una falta espectacular. El bailarín se quejó con aspavientos, rodó por los suelos, gritó con fuerzas, insultó sin parar. Era argentino, siempre dandole vueltas a las cosas.

De vez en cuando, aparecen dos o tres asiáticos desconocidos. Siempre llegan juntos, en silencio, y están apartados de los demás: tratan de mantener el balón entre ellos, y no interactuán. Son misteriosos. A veces, algunos deciden abandonar la timidez y mostrarse al mundo. Muchos son muy buenos jugadores, técnicos y desequilibrantes. Hace semanas, uno decidió desperezarse y no dudó en placarme, con una zancadilla en el aire, cuando le robe el balón y encaraba portería. Nunca se sabe que se esconde detrás del misterio asiático.

El pasado viernes me quedé bastante sorprendido con la incorporación de dos o tres americanos nuevos. Eran fuertes, incansables en carrera, se dejaban la piel en el césped. Entraban a por el balón con ansia y sin control. Cumplían a la perfección el molde americano, salvo por un detalle importante: eran buenos jugadores. Además del entusiasmo americano, sabían desmarcarse, mover el balón, controlar el juego. Uno de ellos, de nombre Oliver, acertó, incluso, a marcar muchos goles. Yo no podía dar crédito. Al acabar el partido, Pablo explicó mi asombro: aquellos tipos eran británicos, la versión refinada de los americanos.

Uno puede reconcer el lugar de nacimiento, la personalidad del jugador, con sus andares, su control del balón. Los estereotipos se cumplen.

Pero les recuerdo que estamos hablando de fútbol: como dijo Jorge Valdano, la cosa más importante del mundo, dentro de las menos importantes. En las otras cosas, los prejuicios también existen. Pero no deberían.

domingo, 3 de abril de 2011

Las playas del sur

(En primer lugar, solicito sus disculpas por el parón en la escritura de estos relatos. La visita de dos seres queridos, y nuestros viajes por el Oeste americano, me ha entretenido en empresas mayores, y mucho más interesantes, que atenderles a ustedes. Algunas de estas aventuras servirán de inspiración para algún artículo; otras, sin embargo, no pienso ni mencionarlas, pero permanecerán en nuestros dulces recuerdos).

Igual que no se puede entender la nueva villa de Bilbao sin el paseo de Abandoibarra, que recorre paralelo a la ría, o la ciudad de Madrid, sin pasear tranquilamente por los jardínes de Sabatini, uno no puede comprender la leyenda de California sin conocer sus playas soleadas.
Al norte del estado, en las ciudades de la Bahía de San Francisco, uno aún puede encontrar escritores políticos, ingenieros ambiciosos o jóvenes incorformistas. En el sur de California, la vida se organiza en torno a sus playas.

A pesar de que aún no he paseado por las playas sureñas de Hermosa, Redondo o Manhattan, puedo presumir de haberme integrado, bastante a menudo, en el ambiente de las playas más populares de Los Ángeles: Santa Mónica y Venice Beach.

Santa Mónica está construida alrededor de su muelle de madera, donde se sitúan su famosa noria solar, una montaña rusa, puestos de comida rápida y tiendas de recuerdos. Aquí finaliza la antigua carretera 66 y se acumulan los turistas, que reconocen un embarcadero ya conocido: muchas películas y series han mostrado su agotante actividad. Detrás de su cómoda playa, vive una comunidad de personas felices. Sus calles permiten pasear sin coche. En el Third Promenade, una bonita avenida peatonal, los músicos callejeros alegran el ambiente, los restaurantes ofrecen comidas apetecibles y las grandes marcan venden ropa para urbanitas.


Algo más al sur aparece la playa de Venice Beach, cuya orilla está más deshabitada, pues la atención se concentra en el paseo marítimo: estamos ante una versión chiflada y bohemia de Santa Mónica. Aquí, los vendedores ambulantes, vagabundos desorientados y pintores incomprendidos compiten por captar la atención del paseante. No hay restaurantes cuidados ni tiendas caras, sino centros donde recetan marihuana medicinal y puestos de tatuajes y pendientes. En su parte central se encuentran un parque para artistas del monopotín y un gimnasio al aire libre. Si uno tiene tiempo, no debería perderse las vistas desde el bar que ocupa la azotea del hotel Erwin: las vistas son magníficas y los sofas, bastante cómodos.

Mi rincón favorito de Los Ángeles se encuentra entre ambas playas, en el ancho paseo que las conecta, por donde circulan lugareños en monopatines, abuelos retirados, turistas en bicicletas, familias con sus perros. En esta zona, la multitud no es agobiante, hay pistas de volley-playa, los vagabundos juegan al ajedrez en mesas callejeras, y las palmeras coronan un lugar relajado, donde se valora vivir sin prisas, disfrutando cada paso.

Y, aún así, uno puedo seguir admirando, a la derecha, las vistas del popular muelle de Santa Mónica, y sentir, a la izquierda, los vientos hippies del paseo marítimo de Venice Beach.