lunes, 6 de junio de 2011

Los fines de semana, brunch

La vida de los americanos es, como la de los ingleses, madrugadora.

El americano se despierta cerca de las siete de la mañana y devora un buen desayuno, compuesto por frituras, dulces, frutas y zumos. Después acude al trabajo, con el café en un pequeño termo portátil, y no vuelve a casa hasta que acaba la jornada laboral, en torno a las cinco, seis o siete de la tarde. La comida se realiza a las doce del mediodía. A las seis o siete de la tarde el americano toma la cena en su casa familiar, y echa la persiana al día. La vida social termina temprano: entonces empieza la vida casera, se ve en la televisión el Daily Show con Jon Stewart o la serie de moda, Glee, y se pregunta la lección a los muchachos.

Los españoles también arrancamos nuestras vidas temprano. Después, sin embargo, somos más tranquilos: estiramos más la vida social o en la calle, y retrasamos la cena hasta las nueve o diez de la noche. La comida también es más tardía y pasa del mediodía, entre las dos y las tres de la tarde. Antes de caer el sol, la gente está en los comercios, tomando cañas con amigos o entrenando en el gimnasio.

Este horario provoca un problema, en el mundo anglosajón, cuando llega el fin de semana.

Los sábados y los domingos la gente remolonea entre las sábanas hasta las diez de la mañana. Nunca madruga. Al despertar, el americano no sabe qué hacer: la hora del desayuno ya se ha esfumado, la hora de la comida aún no ha llegado. La solución la proporciona una combinación de ambas comidas, entre horas, desde las 10 y media de la mañana, hasta las 3 de la tarde: el brunch. La palabra, como la comida que define, procede de la unión de otras dos palabras: breakfast (desayuno) más lunch (almuerzo o comida).

El brunch ofrece alimentos de ambas comidas: huevos, salchichas, jamón, bollos dulces, tortitas, frutas del desayuno; y ensaladas, sopas calientes, verduras, tortillas francesas, platitos de pasta, carnes ligeras, de la comida. Las bebidas pueden ser cafés, tés, zumos de frutas, o refrescos de todo tipo.

Las familias acostumbran a tomar el brunch en la calle, reunidos, en diferentes tipos de establecimientos. Son muy populares los bufés: el Sweet Tomatoes, en la ciudad de Fremont, al abrigo de la bahía de San Francisco, al que acudí con mi amigo Alex y su familia taiwanesa, era encantador y mi estómago acabó agradablemente satisfecho. En la relajada ciudad de Santa Mónica, destaca el Urth Caffe, una cafetería orgánica con cafés a la europea y ensaladas, tortillas y pasteles deliciosos: un lugar perfecto para el encuentro de dos apasionados desconocidos en cualquier película romántica de Woody Allen.

En el campus de la universidad, los alumnos no siguen horarios y llevan vidas desordenadas. Los comedores, sin embargos, son más estrictos: los fines de semana suprimen las dos primeras comidas del día, y sólo ofrecen brunch. Algunos estudiantes hacen mezclas arriesgadas que no merecen ninguna línea. Los burritos grasientos del desayuno con unas bolitas de patata frita, por ejemplo, desprenden un olor que marea mis primeras horas del día.
Los fines de semana, sin embargo, me he acostumbrado a tomar una sabrosa tortilla francesa con taquitos de jamón, después de amanecer cuando me viene en gana: ese es mi querido brunch.

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