El campus de la universidad UCLA incluye diversas residencias, de varias categorías y con muchísimas habitaciones, y variados comedores y restaurantes, algunos con comida rápida sólamente para llevar. Yo acostumbro a ir a uno de los grandes comedores, de nombre Covel, donde hay gran variedad de alimentos. En él uno puede comer realmente sano si se lo propone, y está todo bastante bueno. La oferta incluye ensaladas al gusto, pasta italiana variable, algunas raras sopas, pizzas americanas, hamburguesas y perritos calientes con patatas fritas, carne europea y filetes de pollo, arroces normales y con especias, y otras cosas que seguramente olvido, además de frutas, helados, cafés y pasteles y tartas sabrosas.
Resulta bastante curioso el modo en que los americanos conciben las actividades de comer y cenar: parece que tratan de quitarselas de encima cuanto antes, como si fuera un tiempo muerto del día o tuvieran ocho o nueve cosas mejor que hacer en ese momento, menospreciando su necesidad y disfrute. Yo nunca he tenido un gran paladar, lo reconozco, pero sí aprecio una comida tranquila y una larga sobremesa. Esta sensación se reconoce mejor fuera de los comedores universitarios, si uno se adentra en los restaurantes o puestos de comidas del barrio. En estos locales muchos comensales tienen sus ordenadores portátiles en la mesa y mandan importantes correos electrónicos, a la vez que echan ketchup sobre sus hamburguesas; otros terminan las páginas del último libro de Paul Auster, intercalando bocados de una pizza con pepperoni y extra de queso. Intuyo que esta es una de las razones por las que abundan y triunfan los puestos de comida rápida, unos lugares donde venden hamburguesas dobles, sanwiches rellenos de todo un poco, pizzas enormes, quesadillas mexicanas, todo ello metido en bolsas de papel o cajas de poliestireno.
Pero esta no es la razón que me ha movido a escribir sobre mis comidas y cenas. La razón son mis acompañantes habituales, gentes de todas partes del mundo, que conforman una mezcla de culturas interesante.
Prácticamente siempre comparto mesa con Alex C., mi compañero de habitación; Alex K., que vive en la otra habitación de nuestro apartamento; y José, un chico que hace vida en otro apartamento del mismo edificio. El primero nació en Fremont, una ciudad del norte de California, y sus padres nacieron y emigraron de Taiwan. El segundo nació en una ciudad a cuarenta y cinco minutos de Los Ángeles, y es descendiente en segunda generación de escoceses. Y el tercero nació y vivió en la India hasta los dieciocho años, cuando víno a California a estudiar, con los estudios pagados por una beca. En ocasiones, también me cruzo por el comedor y saludo a Hiroshi, un chico japonés que está un año de intercambio. Otras veces aparece Elisa, una chica nacida en Alemania, de madre vasca y padre alemán, que ha vivido y estudiado toda su vida en Londres. Marco, Matteo y Steffano, procedentes del norte de Italia, también suelen comer en estas mesas.
-Tengo un examen parcial mañana, estamos planeando un viaje para dentro de poco, no sé qué disfraz comprarme todavía, quiero dar un paseo por Hollywood una noche cualquiera, a ver si echamos un partido de fútbol de una vez.
Estas son algunas de las frases que se oyen mientras comemos. Nosotros no tenemos mucha prisa: solemos aprovechar la comida para hablar tranquilamente sobre cómo marchan las cosas.
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