El football americano es uno de esos fenómenos díficiles de captar. Aunque he preguntado a varias personas más expertas en este deporte, y he entendido algunas nociones básicas, reconozco que aún se me escapa su esencia. No termino de entender todas las formas de puntuar ni las continuas paradas de juego ni el propósito de algunas jugadas. Perdonen ustedes, por tanto, mis meteduras de pata.
El pasado sábado el equipo de la universidad (UCLA) jugaba uno de los últimos partidos de la temporada contra la universidad de Oregon. El partido se divide en cuatro cuartos de quince minutos. Eso suma un total de sesenta minutos: una hora. Sumando todas las interrupciones del juego el tiempo final se convierte en ciento ochenta minutos o tres horas. Y si añadimos el viaje hasta el estadio de la universidad, ida y vuelta, con la barbacoa previa al encuentro, tenemos un total de cuatrocientos veinte minutos o siete horas.
Todas las mañanas de partido una caravana de autobuses amarillos escolares parte de la universidad hacia el estadio, cargando con un ejército de estudiantes con camisetas azules y doradas y las caras pintadas. El trayecto dura cerca de una hora, puesto que el estadio de juego, el Rose Bowl, está en Pasadena. No crean que hablamos de un estadio cualquiera: el Rose Bowl tiene capacidad para noventa y dos mil quinientas personas, y aquí se jugó la final de la Copa del Mundo de fútbol de 1994, en la que Brasil venció a Italia tras el fallo del maestro Roberto Baggio en la tanda de penaltis.
En sus alrededores, familias enteras, adolescentes, universitarios, se reúnen desde primeras horas del día, esperando la hora del partido. Allí aparcan sus grandes coches, sacan neveras plagadas de cerveza fría, colocan sillones, ponen televisores con deporte y música moderna, y comen hamburguesas y salchichas a la brasa. Esta parte del día es tan importante, o más, que el propio desarrollo del juego. Lo mismo sucede con todos los ritos que acompañan al partido. Me refiero al espectáculo complementario: la banda de música que abre el encuentro con el himno nacional, las sensuales cheerleaders que bailan hacia la grada en cada parada, y los gritos y cánticos de todo el estadio. Todo ello conforma un espectáculo único que genera más atención que el propio juego.
El equipo de la UCLA no pasa por uno de sus mejores momentos. Para que se hagan una idea, su último campeonato en la Conferencia del Pacífico fue en 1998, y el único año en que se proclamaron campeones nacionales fue en 1954. Por aquel entonces, el actual rector de la universidad, Gene Block, tenía seis años. A pesar de ello, la asistencia al partido contra Oregon fue superior a los sesenta mil espectadores.
El sábado el partido caminaba por la normalidad durante el último cuarto, con un empate a catorce en el marcador, cuando quedaban cuatro segundos. En ese momento un jugador de la UCLA corría como un enérgumento hacia la linea de anotación. Un rival le golpeó y cayó fuera del campo. Los árbitros dedicieron que faltaba un segundo de juego. El equipo de la UCLA tenía la posesión del balón, pero a una distancia de de los postes de gol superior a cincuenta yardas, desde donde muy pocos jugadores son capaces de anotar. Sin embargo, el jugador de la UCLA lo hizo, tres puntos subieron al marcador y ganamos el partido. Los jugadores corrieron enloquecidos, las cheerleaders menearon sus caderas, los estudiantes saltaron en sus asientos. Entonces, me abracé a mis acompañantes y grité como un forofo más. No había entendido muchas reglas del juego, pero había interiorizado lo fundamental: la pasión de la grada. Y es que la pasión no es americana ni europea. Es universal.
Me ha dado un escalofrío hasta a mí! Qué ganas me entraron de saltar y gritar gol mientras leía cómo el jugador de la UCLA anotaba...
ResponderEliminarUn besito Capi! Tq!