domingo, 29 de mayo de 2011

Compromiso

Ronald acude puntualmente a sus clases de periodismo, luce pelo cortado a lo cepillo y siempre viste pantalón bermudas de color clarito. Nació, se crió y fue a la escuela en la ciudad de Sacramento, la capital de California. Habla de su ciudad con palabras cariñosas y media sonrisa. Dice que allí no hay nada que atraiga a los turistas como en San Francisco o Los Ángeles, pero que tienen a los Kings de baloncesto y los edificios públicos que dirigen el estado dorado. Tiene veinte años y cursa su tercer año en UCLA.

Ronald vive en un apartamento dos pisos más arriba que el mío, en un edificio rectangular, bajito, construido con tejas marrones de madera falsa. En los alrededores sólo hay otros edificios iguales, pinos de copa piramidal y un silencio tranquilo que recorre la carretera que sube por la colina del campus.

Recuerdo perfectamente mi primera semana en la universidad de Los Ángeles, y mi necesidad de enterarme dónde estaban las facultades o los comedores, dónde se podía comprar cerveza y cómo moverme por unas instalaciones que me parecían inaccesibles. El barrio de Westwood y el campus universitario están construidos para servir al estudiante americano, que vive en un ambiente idílico: en una bonita postal de personas y asfalto. El lunes de aquella semana, un veintipocos de septiembre, había un acto de inauguración del año académico en el estadio de fútbol americano. Yo estaba en mi habitación ordenando la lámpara nueva, las perchas y los zapatos debajo de la cama, cuando llamaron a la puerta. Era Ronald. Se presentó como uno de los encargados de nuestra residencia, el responsable del edificio E, y nos agrupó a todos los inquilinos para llevarnos al acto. Le dijé que era recién llegado, español y estudiante de periodismo. En seguida me preguntó si jugaba al soccer y me felicitó por la Copa del Mundo que ganaron los nuestros en la punta de África.

Ronald es el vice-presidente de una de las residencias de la universidad, los apartamentitos que se agrupan bajo el nombre de Saxon Suites. Acude todos los lunes, al caer la tarde, a una reunión con otros representantes de los edificios. Discuten qué hay que cambiar y dónde invertir el dinero. Sacan poco en claro y no han avanzado mucho durante al año. También es el organizador-entrenador del equipo de fútbol de la residencia en las competiciones internas, donde yo juego de extremo derecho, pegado a la línea de banda. El equipo, Saxon United, ganó la liga de fútbol sala en otoño y cayó en los cuartos de final en el torneo de fútbol siete de invierno. Ronald nos dio las gracias por el esfuerzo y nos citó para el año que viene.

Además, es colaborador en la sección de deportes del periódico de la universidad, el Daily Bruin, e hizo de guía por el campus a los grupos de padres que vinieron de visita un fin de semana de marzo. Ronald está orgulloso de ser de UCLA. A pesar de salir con una muchacha americana y acudir a fiestas en apartamentos, encuentra tiempo para participar activamente en la organización de la vida en el campus.

El otro día me lo encontré en la plaza de Rieber. Vestía sus pantalones de verano, una camiseta con el logo de la universidad en el pecho, y tenía prisa: iba o venía de alguna reunión, tenía asuntos que resolver y pensaba en qué hacer por su universidad querida.

lunes, 23 de mayo de 2011

En California también brilla el Sol madrileño

"Great minds discuss ideas;
average minds discuss events;
small minds discuss people" -Eleanor Roosvel
En el pintoresco paisaje de la playa de Venice, en Los Ángeles, había un elemento nuevo en la soleada mañana del sábado pasado. Un grupito de gente se reunía, pintaba carteles y coreaba canciones, entre el parque de patinadores, y la comisaría de policía del barrio. No buscaban la atracción de los turistas, ni vendían fotografías de las playas.

Eran un grupo de españoles e italianos, llegados desde diferentes lugares del sur de California. Su intención era mostrar su apoyo a la ola de protestas que recorre España desde el domingo 15 de mayo.

Había, por ejemplo, un ingeniero de telecomunicaciones que lleva cuatro años trabajando en Estados Unidos, acaba de tener un hijo, y le encantaría volver a su país. No encuentra ninguna oferta. Y un periodista de veintinueve años, que se marchó de España hace año y medio cuando estaba en las colas del paro. Ahora trabaja para una televisión americana. Y también un investigador en una universidad de prestigio de la ciudad, que denunciaba la escasa inversión en investigación científica en España.


Allí estuve también yo: un buen estudiante de último año de carrera que termina un programa de intercambio en el extranjero. Ahora intento asomar la cabeza al mundo laboral, y estoy inquieto, expectante, tengo ganas de hacerlo bien, de poder empezar. El consejo que más he recibido en estos últimos meses, sin embargo, ha sido: si puedes, buscate algo por allí, porque aquí está la cosa mu'mal. La situación es dificil, pero mis sueños siguen intactos, en lo más alto.


Lamento no haber estado en España cuando esto ha sucedido. No he podido comprobar con mis propios sentidos el ambiente de las plazas. No he podido conocer la fuente de la energía: la madrileña plaza de Sol. Ni participar activamente.

Me han narrado buenos amigos, y he leído por muchas fuentes, que la tolerancia en la protesta es verdadera. Que los jóvenes no excluyen a los mayores, ni a los que llevan camisas y zapatos. Que los de las rastas hablan con los que llevan corbatas. Ese era mi mayor miedo. Los más jóvenes y más progresistas, a veces, son víctimas de su propio discurso: piden derechos para todo el mundo, pero abuchean a su vecino del quinto, el que conduce el cochazo nuevo. Es que vota al Partido Popular. También pasa al revés: los más conservadores insultan a los que votan a los partidos socialistas. Es que ese es un rojo, un perroflauta.

Si esa tolerancia se esfuma, dejarán de contar conmigo.

La verdadera magia de este movimiento no está en su ideología sino en su idea: es una revolución de las mentes. Llevaban años diciendo que a los jóvenes nos daba igual todo, pero los jóvenes han sido los artífices. La tasa de paro y la actitud de la clase política han sido la chispa, las redes sociales de Internet han sido el medio. El resultado ha sido una revuelta pacífica extraña: ni sus mismos miembros conocen su desenlace. La idea de fondo está clara. Los ciudadanos corrientes están hartos de los gobernantes occidentales, políticos y económicos, cuya forma de aplicar el sistema lo hace insostenible. El sistema ve números en vez de personas, y eso no es política ni de izquierdas ni de derechas. Eso es inhumano.

Echarán de menos que mencione las propuestas o la falta de ellas, pero perdónenme: el despertar, el grito para un cambio, la toma de conciencia, me saca una sonrisa. Es un proceso nuevo. Los nombres empleados no encajan bien: revolución, acampada o protesta no son exactos. Es algo nuevo, un cambio, una incertidumbre.

Y ante todo cambio, las personas, las familias, los pueblos, las sociedades, tenemos miedo. Pero después, lo afrontamos y damos forma, y siempre sale algo bueno. Mientras tanto, que siga brillando el Sol.

martes, 17 de mayo de 2011

Cuando éramos reyes

El balón lanzado desde el saque de esquina por Kiko voló entre las cabezas de los jugadores de la Fundación, golpeó en el cuerpo de un defensor y quedó abandonado, plácido, en un rincón del área grande. Entonces Sergio, nuestro ministro de defensa, nuestro número tres, empujó la pelota a gol con un tacón de magia. No podía ser otro: mi mejor amigo, mi compañero de equipo desde que debutamos con el Fuentelarreyna en una fría mañana de octubre allá por 1995. Aquella vez jugamos a las ocho de la mañana, el campo era de tierra con barro y nuestros padres nos corregían desde la grada. Perdimos por once goles a cero contra el equipo de otro colegio del barrio.

El partido iba empate a uno y necesitábamos la victoria para conseguir el ascenso a la modesta Segunda Regional madrileña.
Las bandas del polideportivo La Masó, en el acomodado barrio de Mirasierra, estaban abarrotadas por nuestras madres, amigos, novias, padres, hermanos, ex-compañeros, vecinos, ex-entrenadores. Quedaban apenas treinta y cinco minutos, y necesitábamos al menos un gol más. El murmullo de nuestra gente iba acompañando las jugadas. Nunca había sentido tal sensación en mis carnes. Siempre había sido al revés: yo era el que empujaba a los futbolistas desde el graderío.

De repente, dos jugadas elaboradas por nuestro equipo fueron finalizadas por el jugador más en forma, mi amigo Armandín. El carrilero de nuestra banda derecha acabó el partido en la zona de ataque, y remató dos centros laterales con perfecta puntería. Todos sabíamos que él marcaría el gol del desempate, ese que se recordaría para siempre.

Lo habíamos conseguido, y yo aún no me lo podía creer. Llevaba imaginándome aquel momento más de catorce años. Mi sueño de la infancia se había condensado en unos minutos. Cuando el árbitro señaló el final del encuentro, ví a mis amigos de siempre correr enloquecidos hacia todos lados. Nos juntamos en el centro del campo y saltamos entrelazados. Disfrutamos aquel momento como lo que era: un paraíso de emociones.


Yo sé que todas las personas guardan, en secreto, el recuerdo de un momento y lugar mágicos de su vida, un momento al que volverían encantados. Normalmente se localizan en la infancia o juventud. Para algunos son esas vacaciones en el pueblo del abuelo donde perseguían ranas con sus primos, después de merendar pan con chocolate. Para otros es aquel colegio mayor de la capital donde fumaron sus primeros cigarrillos y conocieron a su primera novia. Para algunos es el club de tenis de al lado de casa, donde pasaban horas y horas en pantalones cortos y camisetas de algodón. Para otros es el parque del barrio al que bajaban a beber cerveza a escondidas. Son micromundos perfectos, que van y vienen, pero que siempre están ahí, en nuestro recuerdo, para inspirarnos a ser mejores.

Para mí, ese momento y ese lugar se encuentran en un campito de fútbol, hoy de hierba, en la ladera de una larga calle que conduce hasta mi colegio, donde entrené y jugué partidos con mis amigos, semana tras semana, desde que era pequeño. Es la escuela de fútbol Fuentelarreyna dirigida con cariño y maestría por nuestro presidente Jesús.

Aquel partido contra la Fundación sucedió el 17 de mayo de 2009, hace exactamente dos años. Os doy las gracias a todos los que estabáis allí aquel día, en el campo y en la banda, y a los que estuvistéis en los años anteriores, y a los que vinistéis después, y a los que hoy defendéis nuestra camiseta. Habéis creado mi micromundo perfecto. Siempre Fuente.

lunes, 9 de mayo de 2011

La personalidad americana

Cuando se cruzan con un visitante europeo, algunos americanos son muy americanos, en el buen sentido de la palabra. Con esto quiero decir que son amables a raudales, campechanos como un aldeano, entregados a la acogida de los viajantes. Los americanos saben que, salvo los indios nativos, todos fueron recién llegados en su día. Es la personalidad americana.

Si por alguna razón, usted llega a ser el invitado de un americano, amigo suyo, amigo de su amigo, conocido de su tío, tenga claro que no le faltará de nada. El americano le guiará por la cultura, explicándole lo que va sucediendo, le llevará a visitar lugares, y no suavizará su entusiasmo inicial. Su cantidad de energía es ilimitada.

Recuerdo cuando fui a ver un partido de fútbol americano de los Bruin en el estadio Rose Bowl allá por el mes de noviembre. Iba con una amiga francesa que había conseguido entradas a través de un chico de Taiwan que, a su vez, había sido invitado por un americano. Todos los invitados (cuatro asiáticos, la francesa y yo) fuimos acogidos por este americano. Durante el trayecto en autobús a Pasadena, nos preguntó nuestros conocimientos sobre aquel deporte raro, y respondimos con tímidas muecas de verguenza: apenas sabíamos algo más que el nombre. Nuestro anfitrión nos explicó las jugadas, las normas, las posiciones, las estrategias, y atendió nuestras tontas preguntas, sin vacilar con marcharse. Todo ello con una explicación imaginativa, llena de energía. ¡Imagínense! ¡Un europeo nos hubiese mandado al carajo a la media hora!

Al llegar a los alrededores del estadio fuimos a una barbacoa con el grupo de amigos de nuestro americano. Fuimos presentados como los invitados, y nos llovieron ofrecimientos de cervezas, a los que respondí agradecido, thank you, nice to meet you, ¿una cerveza más?, please, ¡claro, pongáme dos! Después me autoserví una hamburguesa, y seguí atendiendo las explicaciones.
Durante el juego, el americano nos explicó qué cánticos estábamos coreando y por qué, con infinita paciencia, de manera entuasiasta, sin mostrar cansancio alguna por nuestra cargante compañía. Al final, los visitantes correspondimos la amabilidad saltando de alegría con la victoria de los Bruin en el último segundo.

Aprecié lo mismo hace dos veranos cuando, por el centro financiero de la ciudad de Boston, buscaba con dos buenos amigos el parque Boston Common. Estábamos parados en una esquina de la ciudad, analizando el mapa, cuando un buen hombre nos preguntó nuestro propósito y nos dijo que le siguiéramos, que nos llevaría hasta las cercanías de aquel entretenido jardín.

Esta forma de ser también se manifiesta en algunos americanos en una energía arrolladora. Conozco a varios chicos de la universidad que saludan con una efusividad sorprendente, sacudiendo tu mano con tal fuerza, que pueden dejar a uno temblando. Son gentes que también gustan de hablar en público. Levantan la mano en clase sin prudencia y disfrutan de los minutos de oratoria. He cursado varias asignaturas sobre discursos, y los americanos son especialistas. Dominan el escenario, el protagonismo. Se les enseña desde las aulas.

También queda patente en los comercios de cualquier barrio. En todos los establecimientos hay un trabajador en la entrada que le saluda al llegar, le pregunta cómo está y le desea que tenga un buen día cuando usted se marcha. Los comerciantes son eternamente amables, muy pacientes y cuidan al cliente.

Aunque todo esto no son más que generalidades y también puede usted encontrar casos que demuestren lo contrario: como la regente de una compañía de alquiler de coches de mi barrio, que tiene muy malas pulgas, y medio responde antipática cualquier duda. La personalidad americana también tiene excepciones.

jueves, 5 de mayo de 2011

La muerte del símbolo

La vida de Osama Bin Laden cambió en el año 1979, cuando decidió acudir a las montañas de Afghanistán para luchar contra la invansión soviética. Hasta aquella guerra, era un árabe universitario descendiente de una familia rica saudí, educado en las estrictas creencias Wahhabis; después de aquella guerra, se convirtió en un lider para los creyentes de la jihad violenta.
Su mitificada historia era atractiva para las almas radicales: el joven rico que se convirtió en guerrero.

Su fama y riqueza le permitieron crear la organización Al Qaeda (la base). En un principio, nació como un mero registro de muyahidin, el ejército, financiado por saudíes y americanos, que combatió en Afghanistán contra la Unión Soviética. Con el fin de aquella guerra, Bin Laden convirtió a America en su gran objetivo: "Descubrí que no era suficiente con luchar en Afghanistán, pero que teníamos que luchar en todos los frentes contra el Comunismo y la opresión occidental. Lo urgente era el Comunismo, pero el siguiente objetivo era America", declaró en 1995 a un periodista francés, según redacta The New York Times. Al Qaeda se constituyó así como una red internacional y descentralizada de terroristas.

El 11 de septiembre de 2001, Al Qaeda secuestró cuatro aviones americanos comerciales y los estrelló contra las Torres Gemelas en Nueva York, el Pentágono en Washington y un campo de Pensilvania. Murieron cerca de tres mil personas. La imagen de la caída de los dos rascacielos de Manhattan se grabó en nuestra memoria: las sociedades occidentales podían ser atacadas, los peligros eran mundiales, nuestra seguridad era vulnerable. Comenzó una nueva era occidental: nuestro mundo ya no era seguro.
Osama Bin Laden, el creador del grupo terrorista, fue el arquitecto de la matanza. El mundo personalizó aquella amenaza incierta. Su cara se convirtió en el rostro del terrorismo internacional. Su persona se convirtió en el símbolo del terror global.


El pasado domingo, cuando los americanos mataron a Bin Laden en su refugio pakistaní, miles de ciudadanos lo celebraron en las calles. Este hecho, y la legitimidad de la acción, ha sido apoyado por algunos, y cuestionado por otros.

El editorial del miércoles 4 de mayo del "New York Daily News" lo tiene claro y asume una tesis concreta: no hay nada inmoral en celebrar una victoria en una guerra y Osama Bin Laden era un enemigo de guerra. El profesor holandés de Derecho Internacional, Geert-Jan Knoops, encuentra interesante la cuestión, y opina lo contrario: la coherencia con el Derecho Internacional hubiera sido arrestar a Bin Laden y juzgarle en Estados Unidos.

Richard Bulliet, profesor en la Universidad de Columbia, ha concluído en el "New York Times" que Osama es un icono irreplazable para los jihadistas, y que eso perjudica al terrorismo. El que fuera alcalde de la ciudad de Nueva York en 2001, Rudi Guliani, comentó que Bin Laden era "más un símbolo que otra cosa", y que "también es importante que caigan los símbolos".

Una de las reacciones más comentadas ha sido la euforia desatada en muchas universidades del país, en Pensilvania, Washington, Tenneesse o California. Estos jóvenes estudiantes tenían apenas diez años cuando los ataques del 11 de septiembre. Precisamente por eso, comentan algunos expertos y los propios estudiantes, su mundo siempre ha estado amenazado por la sombra de Osama Bin Laden. Como afirma una noticia de CNN, la muerte de Bin Laden supone la muerte del coco para esta generación. Uno de mis contactos americanos en Facebook publicó el domingo por la noche: "Se acabó el juego del escondite más largo del mundo. Le tenemos. Vamos América".

La memoria infantil de estos niños se formó a la vez que el ideario colectivo adulto del siglo veintiuno. Osama Bin Laden era el "monstruo de debajo de la cama". Osama Bin Laden era el símbolo del terrorismo global, el icono de la inseguridad post-moderna.

domingo, 1 de mayo de 2011

Un oasis de tentaciones

Cuando caminábamos por la acera del hotel Caesar Palace, nos encontramos con un hombre de traje, sonrisa perfecta y peinado impecable. Era uno de los encargados de las relaciones públicas de la discoteca Pure, en la planta décima del famoso hotel.
Le dijimos que queríamos entrar en la sala de fiestas aquella noche, y el hombre apuntó nuestro nombre en la lista de invitados de su blackberry. Inmediatamente, envió nuestra referencia a alguno de sus compañeros que esperaban en la puerta de la discoteca. Allí estos gorilas refinados revisaban las listas de invitados. No lo hacían en papel, ni en teléfonos móviles, sino en Ipads. Nuestro nombre estaba registrado. Era nuestra segunda noche en Las Vegas.

Las Vegas es una ciudad artificial en medio de un paisaje rocoso y polvoriento. Para llegar hasta aquí desde Los Ángeles, hay que recorrer la autopista interestatal I-15, que atraviesa el desierto de Mojave. Durante cuatro o cinco horas, uno recorre un mar de dunas de arena, cactus, y casas desorientadas, para, de repente, chocar con una aglomeración de anuncios luminosos, hoteles inmensos, espectáculos ruidosos. Llegar por la noche es, aún, más sorprendente: las luces de neón de los hoteles de su calle principal, El Strip, o Las Vegas Boulevard, deslumbran al visitante, que no da crédito ante tal espejismo.

El crecimiento de esta ciudad tuvo lugar con la llegada del ferrocarril en 1905 y la construcción de la presa Hoover en 1930. Era un lugar de paso de los aventureros que se dirigían a California. En 1931, sin embargo, todo cambió. Los gobernantes del estado de Nevada decidieron hacer algo para superar el desastre económico que provocó la Gran Depresión: legalizaron el juego de apuestas y, con restricciones, la prostitución. También redujeron los trámites para contraer matrimonio y divorciarse. Entonces nació la ciudad del pecado. El primer gran hotel-casino, el Flamingo Hotel, fue construido en 1946 por el mafioso Benjamin Bugsy Siegel. El primer campeonato de poquer se celebró en 1951. Desde entonces, turistas, aventureros y espectadores de todo el país y el mundo vienen a este lugar para entretenerse, divertirse y asombrarse.

No toda la ciudad vive dentro de ese mundo loco e irreal. Las Vegas tiene más de medio millón de habitantes permanentes, algunos museos e universidades y hay gente que, incluso, ha nacido y establecido su vida habitual aquí, como es el caso del popular tenista retirado André Agaasi.

Sin embargo, la realidad es que la esencia de la ciudad se concentra en la calle de las tentaciones, Las Vegas Boulevard. El renacimiento tardío de esta calle comenzó con la construcción del hotel Mirage, en 1989, en cuya discoteca "Jet" bailamos un par de noches. Aquí se levantan inmensos hoteles-casinos como el Bellagio, cuyo espectáculo de fuentes concentra a los paseantes; el Luxor, con el rayo de luz más potente del mundo; o el New York-New York, con una montaña rusa externa. Todos ellos tienen piscinas internas, casinos inmensos, restaurantes, tiendas y una concurrida agenda de conciertos y espectáculos de grandes artistas, como Elton John o Celine Dion. Por sus aceras, hay artistas callejeros, tiendas de grandes marcas y bailarines ambulantes. En sus interiores, la gente continúa apostando dinero, jugando a cartas o sentado en las máquinas tragaperras.


Un oasis se define como "un sitio con vegetación y a veces manantiales que se encuentra aislado en los desiertos arenosos". Las Vegas no tiene vegetación ni manantiales. Pero sí es un paisaje distinto dentro del desierto que la rodea, y del mundo en que vivimos. Es un oasis, pero de tentaciones.