domingo, 1 de mayo de 2011

Un oasis de tentaciones

Cuando caminábamos por la acera del hotel Caesar Palace, nos encontramos con un hombre de traje, sonrisa perfecta y peinado impecable. Era uno de los encargados de las relaciones públicas de la discoteca Pure, en la planta décima del famoso hotel.
Le dijimos que queríamos entrar en la sala de fiestas aquella noche, y el hombre apuntó nuestro nombre en la lista de invitados de su blackberry. Inmediatamente, envió nuestra referencia a alguno de sus compañeros que esperaban en la puerta de la discoteca. Allí estos gorilas refinados revisaban las listas de invitados. No lo hacían en papel, ni en teléfonos móviles, sino en Ipads. Nuestro nombre estaba registrado. Era nuestra segunda noche en Las Vegas.

Las Vegas es una ciudad artificial en medio de un paisaje rocoso y polvoriento. Para llegar hasta aquí desde Los Ángeles, hay que recorrer la autopista interestatal I-15, que atraviesa el desierto de Mojave. Durante cuatro o cinco horas, uno recorre un mar de dunas de arena, cactus, y casas desorientadas, para, de repente, chocar con una aglomeración de anuncios luminosos, hoteles inmensos, espectáculos ruidosos. Llegar por la noche es, aún, más sorprendente: las luces de neón de los hoteles de su calle principal, El Strip, o Las Vegas Boulevard, deslumbran al visitante, que no da crédito ante tal espejismo.

El crecimiento de esta ciudad tuvo lugar con la llegada del ferrocarril en 1905 y la construcción de la presa Hoover en 1930. Era un lugar de paso de los aventureros que se dirigían a California. En 1931, sin embargo, todo cambió. Los gobernantes del estado de Nevada decidieron hacer algo para superar el desastre económico que provocó la Gran Depresión: legalizaron el juego de apuestas y, con restricciones, la prostitución. También redujeron los trámites para contraer matrimonio y divorciarse. Entonces nació la ciudad del pecado. El primer gran hotel-casino, el Flamingo Hotel, fue construido en 1946 por el mafioso Benjamin Bugsy Siegel. El primer campeonato de poquer se celebró en 1951. Desde entonces, turistas, aventureros y espectadores de todo el país y el mundo vienen a este lugar para entretenerse, divertirse y asombrarse.

No toda la ciudad vive dentro de ese mundo loco e irreal. Las Vegas tiene más de medio millón de habitantes permanentes, algunos museos e universidades y hay gente que, incluso, ha nacido y establecido su vida habitual aquí, como es el caso del popular tenista retirado André Agaasi.

Sin embargo, la realidad es que la esencia de la ciudad se concentra en la calle de las tentaciones, Las Vegas Boulevard. El renacimiento tardío de esta calle comenzó con la construcción del hotel Mirage, en 1989, en cuya discoteca "Jet" bailamos un par de noches. Aquí se levantan inmensos hoteles-casinos como el Bellagio, cuyo espectáculo de fuentes concentra a los paseantes; el Luxor, con el rayo de luz más potente del mundo; o el New York-New York, con una montaña rusa externa. Todos ellos tienen piscinas internas, casinos inmensos, restaurantes, tiendas y una concurrida agenda de conciertos y espectáculos de grandes artistas, como Elton John o Celine Dion. Por sus aceras, hay artistas callejeros, tiendas de grandes marcas y bailarines ambulantes. En sus interiores, la gente continúa apostando dinero, jugando a cartas o sentado en las máquinas tragaperras.


Un oasis se define como "un sitio con vegetación y a veces manantiales que se encuentra aislado en los desiertos arenosos". Las Vegas no tiene vegetación ni manantiales. Pero sí es un paisaje distinto dentro del desierto que la rodea, y del mundo en que vivimos. Es un oasis, pero de tentaciones.

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