martes, 16 de noviembre de 2010

La carretera más bonita del mundo

Dice George Steiner que en Europa "al viajero siempre le parece estar cerca del campanario del próximo pueblo". Y es verdad. Las ciudades europeas fueron construidas por los hombres para ser paseadas a pie. En Norteamérica, sin embargo, las distancias entre los poblados de hombres son enormes, y la naturaleza impone su ley. Por ellos, los viajes se realizan por carretera, en coche, y los paisajes son abiertos, impresionantes, inmensos. Concluye Steiner diciendo que el americano suele sentir algo así como claustrofobia entre los edificios europeos, y que el europeo acostumbra a quedar asombrado con los "grandes cielos" americanos.

Les puedo prometer que esto es así, porque el fin de semana pasado recorrí la autopista número 1 del Pacífico (Highway 1), desde Los Ángeles a Santa Cruz, haciendo paradas en pueblos, playas y rincones, y todavía sigo asombrado.

 Creo que es la carretera más bonita del mundo que he recorrido nunca.

Nuestro viaje comenzó en Los Ángeles, donde vimos amanecer, entre calles vacías, a las siete de la mañana, desde la playa de Santa Mónica. Los ocupantes del coche fuimos: Julien, un chico francés, alegre y decidido; Aytekin, un chico turco muy simpático y con arte para hacernos reír; Laure, una chica francesa tierna y prudente; Julia, mi amiga madrileña, una chica valiente y soñadora; y yo, el tipo del pelo encrespado. La planificación solo incluía una noche en hostal en la localidad norteña de Santa Cruz. Lo demás, lo importante, estaba en la ruta, en el viaje por carretera.

Nuestra primera parada fue en la localidad de Santa Bárbara, un lugar acogedor, con aire mediterráneo, rodeado de tiendas y casas elegantes, bares irlandeses y cafeterías americanas. El puerto deportivo, con construcciones de madera, pelícanos buscando peces y grandes palmeras, estaba desierto en las primeras horas del día. Después elegimos la ciudad de Solvang, construída imitando el estilo urbano de Dinamarca, con cervecerías y panaderías, iglesias y molinos, con tejados negros y fachadas rojas. Uno de sus parques rinde homenaje al escritor de cuentos Hans Christian Andersen.

Hicimos una pequeña pausa para comer unos trozos de pizza y sandwich en la localidad de San Luis Obispo, una ciudad fundada por misioneros españoles, y continuamos por la autopista rumbo al norte. Cerca de San Simeon pudimos ver a lo lejos el castillo de William Hearts, el magnate de la prensa americana que inspiró la película "Ciudadano Kane", y saludamos a una colonia de amistosos elefantes marinos en la Punta de Piedras Blancas.

A partir de entonces, la carretera del Pacífico comenzó a circular en paralelo a grandes montañas de arbustos, los montes Santa Lucía, y se estrechó, cogiendo forma de serpiente, dejando a nuestra derecha acantilados y playas salvajes. Nos estábamos adentrando en el Big Sur, un paisaje de unos 150 kilómetros entre San Simeon y Carmel, donde conviven artistas, nómadas y viajeros. Las sensaciones desde el coche eran asombrosas: el cielo despejado, la luz del sol en el atardecer y el inmenso océano conformaban un contraste de colores cautivador, inimaginable. Entre aquellas curvas hay lugares acondicionados para que los viajeros paren sus coches y miren, disfruten, sientan. Nosotros elegimos una pequeña cala que esconde una cascada de agua, de nombre McWay, donde vimos la caída del sol.

Después, encontramos la pequeña librería en memoria del escritor norteamericano y habitante de estas tierras bohemias, Henry Miller. Sus playas y bosques inspiraron su literatura y le atraparon para vivir, como también sucedió con Hunther S. Thompson o Jack Kerouc. Todos ellos escribieron durante el siglo veinte contra la cultura establecida en Estados Unidos y llevaron vidas errantes, salvajes, desafiantes. Exactamente como estas tierras: a pocos kilómetros del corazón de la sociedad occidental pero totalmente diferentes de la normalidad.

Aquella noche dormimos en Santa Cruz, paraíso de surfistas, en una encantadora noche de un noviembre cálido. Al día siguiente recorrimos las localidades de Monterrey y el Carmel, una ciudad de millonarios con galerías de arte y playas donde se pueden pasear perros, y después volvimos a dormir a Los Ángeles. Creo que nunca olvidaré los paisajes de aquella costa salvaje y su trayecto por carretera. Y, por supuesto, volveré.

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